miércoles, 22 de febrero de 2012

Berlin Express: Rescate en una Alemania en ruinas.

“Berlin Express” (1948), es un thriller del director Jacques Tourneur, el cual está protagonizado por Merle Oberon, Robert Ryan, y Charles Korvin.

Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, un grupo de personas de diversas nacionalidades viaja a bordo de un tren de Paris a Berlín, vía Frankfurt. Cuando el doctor Bernhardt (Paul Lukas), un pacifista cuya misión es unificar Alemania, es asesinado a bordo del tren, se desatan una serie de acontecimientos que pondrán en peligro a todos los pasajeros, quienes deberán unirse para descubrir quién está detrás del atentado.


La idea que daría vida a la historia de “Berlin Express”, nacería de un artículo de la revista “Life”, el cual relataba el tránsito de un tren del ejército de los Estados Unidos por el territorio ruso tras el término de la Segunda Guerra Mundial. Con la ayuda de Curt Siodmak y Harold Medford, el productor Bert Granet desarrollaría el guión de la cinta, la cual contaría con la ayuda del ejército de los Estados Unidos, y tendría la particularidad de ser el primer film hollywoodense rodado en Europa luego de la guerra. Granet escogería a Jacques Tourneur para dirigir la cinta, basado en sus trabajos anteriores al interior de la RKO. Si bien el director no realizó ningún tipo de sugerencia en relación al guión o a la elección del elenco, el director del estudio, Dore Schary, obligaría a Granet a contratar a la actriz Merle Oberon para interpretar el rol femenino protagónico. Junto a ella llegaría su marido, el director de fotografía Lucien Ballard, lo que provocó algunos problemas durante la filmación, los que afortunadamente no lograron influir en la calidad del producto final. El equipo de producción pasaría siete semanas rodando en locaciones en Paris, Frankfurt, y Berlin, lo que significó una verdadera aventura para los involucrados, quienes tampoco disponían de muchos recursos. De hecho, el equipo de filmación era tan escaso, que el director Billy Wilder tuvo que esperar que terminara el rodaje de “Berlin Express”, para poder tomar prestado lo que necesitaba para filmar “A Foreign Affair” (1948).

La trama de “Berlín Express” gira en torno al doctor Heinrich Bernhardt, un famoso activista alemán que tras la Segunda Guerra Mundial, encabeza una comisión que busca unificar Alemania. Será durante el viaje en tren que lo llevaría a una importante reunión con políticos aliados, que un agente que simulaba ser él, fallece en una explosión. Irónicamente, tras llegar a Frankfurt, Bernhardt termina siendo secuestrado por un grupo de miembros pertenecientes a un movimiento subterráneo neonazi. Sabiendo la importancia que tiene el doctor para el mantenimiento de la paz mundial, su secretaria, Lucienne Mirbeau (Merle Oberon), recluta a otros cuatro pasajeros del tren para emprender una improvisada misión de rescate, entre los que se encuentran: Robert Lindley (Robert Ryan), un norteamericano experto en agricultura; Henri Perrot (Charles Korvin), un francés sin profesión conocida; James Sterling (Robert Coote), un profesor británico; y Maxim Kiroshlov (Roman Toporow), un oficial del ejército ruso. Es así como en una Alemania sumida en ruinas, este grupo de coloridos personajes emprenden una carrera contra el tiempo que de fracasar, podría desatar un nuevo conflicto con consecuencias catastróficas.

Básicamente, “Berlín Express” puede ser vista como la fusión de dos películas. Por un lado, tenemos un cuasi thriller de espionaje en el cual un grupo de nazis tratan de silenciar a Bernhardt, cuya única esperanza de sobrevivencia reside en un grupo de desconocidos que deciden unirse en pos del bien común. El otro film es un documental acerca de la situación de Alemania durante los primeros años post Guerra, haciendo hincapié en los aspectos económicos, sociales, políticos y militares, de un país completamente devastado. No solo resultan impactantes las escenas que examinan los restos la ciudad de Frankfurt, sino que estas también tienen un valor educativo al estar acompañadas por una narrador que le explica al espectador la situación que se vivió en aquellos años en el país germano. Claro está que la decisión de filmar en las ciudades en las que transcurre la historia, estuvo ligada a algo más que el simple amor por el cine documental. Según Bert Granet, habría sido imposible realizar la cinta si hubiesen tenido que duplicar las ruinas que formaban parte del paisaje de Alemania en aquel entonces. A las razones económicas, se sumaba el hecho de que en aquella época, el público norteamericano sentía una atracción especial por las películas filmadas en locaciones reales, por lo que la inclusión de este tipo de escenas de seguro atraería un mayor número de espectadores a las salas de cine.

Desde un principio es evidente que el film presenta un claro mensaje anti-bélico. Tourneur no solo expone las consecuencias físicas y sociales de la guerra, sino que además se preocupa de establecer la idea de que no existen ganadores en este tipo de conflictos. Incluso entre los mismos aliados, existe un nivel de desconfianza considerable, y un fuerte deseo por imponer su visión del mundo. Por este mismo motivo, es que pese a compartir un objetivo común, son varios los conflictos que se presentan al interior del grupo de protagonistas. Y es que básicamente estos hombres vienen a representar a los cuatro poderes (o cuatro naciones) que se encontraban en una pugna por el control de las ciudades alemanas al momento del rodaje del film. En cierta forma, Tourneur prevé el conflicto que estaba por estallar (la Guerra Fría), y ofrece una solución basada en su propio optimismo. Resulta curioso que el personaje que más se resiste a la idea de cooperar para encontrar a Bernhardt, es Kiroshlov, el oficial del ejército ruso. La fragmentación existente entre los integrantes de este grupo de héroes accidentales, queda bien establecida en una de las frases que Robert Lindley le dice a Kiroshlov: “Nosotros intentamos entenderte. ¿Por qué tú no tratas de entendernos a nosotros?

Probablemente uno de los puntos más bajos del film, sea la construcción de los personajes protagónicos. En general, la gran mayoría de los personajes resultan ser bastante unidimensionales, por lo que al espectador le resulta difícil sentirse identificado en algún nivel con ellos, o preocuparse por lo que les pueda pasar, aún cuando comparte su causa. Es por esto que el mensaje de hermandad que el personaje de Robert Ryan intenta transmitirle a la audiencia, no alcanza la intensidad que se supone debe tener. Las actuaciones en general resultan convincentes, con la excepción de Merle Oberon, quien realiza un trabajo más bien mediocre. Lo que es aún peor, es que la química con el personaje de Robert Ryan es casi inexistente, por lo que las escenas románticas que protagonizan se ven demasiado artificiales. En la vereda contraria, se encuentra el excelente trabajo de fotografía de Lucien Ballard, quién no solo retrata de manera esplendida las ruinas de Frankfurt, sino que además dota al film de una atmósfera opresiva y algo melancólica. Por otro lado, la banda sonora compuesta por Frederick Hollander si bien es correcta, no es demasiado relevante, por lo que rápidamente pasa a ser olvidada por el espectador.

“Berlin Express” no solo es un entretenido thriller, poseedor de un ritmo narrativo bastante dinámico, sino que también se ha transformado en un verdadero documento histórico, que a diferencia de otras producciones hollywoodenses, no busca ensalzar a los ganadores y juzgar a los perdedores del lamentable conflicto bélico, sino que intenta retratar la situación existente en aquel entonces de la manera más objetiva posible. Por otro lado, si bien en un principio del film Tourneur nos invita a descubrir quién de los pasajeros del tren es el responsable del atentado en contra del doctor Bernhardt, el aspecto “whodunit” de la historia pasa a segundo plano, siendo retomado solo en el último tramo de la cinta. El director ocupa gran parte de metraje explorando temas tan propios de su cine, como el miedo al fracaso y el deseo humano de enfrascarse en tareas que parecen imposibles, lo cual funciona en más de un nivel. Y es que por momentos, tanto el rescate de Bernhardt como la unión entre los países aliados, se ven como tareas casi utópicas, donde el simple optimismo no es herramienta suficiente para lograr dichas metas. Por todo lo antes mencionado, es que “Berlin Express” se presenta como una obra interesante, aún cuando este no sea uno de los mejores films del gran Jacques Tourneur.



por Fantomas.

viernes, 17 de febrero de 2012

Le grande bouffe (La Gran Comilona): Comer hasta morir.

“Le grande bouffe” (1973), es una comedia del director Marco Ferreri, la cual está protagonizada por Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli, y Philippe Noiret.

Un grupo de cuatro amigos formado por el piloto de aviones Marcello (Marcello Mastroianni), el magistrado Philippe (Philippe Noiret), el cocinero Ugo (Ugo Tognazzi) y el productor audiovisual Michel (Michel Piccoli), hastiados de su propia existencia realizan un terrible y pantagruélico pacto: Reunirse en una barroca mansión de París, antigua residencia del poeta Boileau, y dar rienda suelta a su gula hasta llegar a los límites del ser humano.

Marco Ferreri suele ser recordado por haber sido uno de los directores cómicos más inusuales del cine italiano, cuyo trabajo siempre se caracterizó por desafiar las normas establecidas para el cine de la época. Quizás por este mismo motivo, el director logró obtener una mayor popularidad en Francia que en su país natal. Sin embargo, su historia como director comenzaría a gestarse en los cincuenta, cuando viajó a España y conoció al guionista Rafael Azcona, con quién compartía la misma visión pesimista y negativa de la sociedad en la que les tocó vivir. Fue así como juntos darían vida a una trilogía de ácidas comedias, compuesta por “El Pisito” (1959), “El Cochecito” (1960), y la cinta que hoy nos ocupa. Sería especialmente en esta última que la dupla fustigaría con furia, casi con crueldad, todo aquello que odiaban del mundo banal y consumista en el que estaban inmersos, encarnado por la burguesía, generando airadas reacciones del público al momento de su estreno en el Festival de Cannes, ganándose en ese entonces el repudio de la crítica, que señaló al film como el más decadente de la historia del cine francés.

Con la máxima de realizar un cine centrado en la fisiología más que en los sentimientos, y con la ayuda del productor Jean-Pierre Rassam, Ferreri comenzó a gestar el que tal vez fue el film más “afrancesado” de su carrera. La historia de “Le grande bouffe” es tan caótica como el desarrollo de su rodaje. Habiendo reunido a dos figuras importantes del cine italiano, y a otras dos del cine francés, desde un principio el director insistió en la importancia de la improvisación, y de la creación en terreno de una cinta que claramente necesita un cierto grado de locura espontánea. Como bien lo mencionaría Ugo Tognazzi en una vieja entrevista, el clima de confianza que creó Ferreri permitió que los egos involucrados en el proyecto no colisionaran en su búsqueda por protagonismo. Es más, fue tal el grado de confianza y respeto que se formó entre los miembros del elenco, que un día mientras el director se encontraba preparando una escena en el jardín de la casa en la que ocurren los dantescos acontecimientos que conforman la cinta, los actores le tiraron en la cabeza las mil hojas del libreto hechas pedacitos.

Mediante el relato de cómo estos cuatro amigos se reúnen en una casa para literalmente comer hasta morir, Ferreri ataca a la sociedad del consumo, la que al igual que los protagonistas del film parece no saciarse con nada. Como bien queda establecido en el transcurso de la cinta, el cuerpo no es continente suficiente para abarcar la interminable búsqueda de placer (gastronómico, sexual, intelectual, etc.) tan propia del ser humano. Estos cuatro hombres, aparentemente exitosos en sus respectivos campos y fieles representantes de la burguesía, deciden buscar en la comida una suerte de vía de escape de una vida que ha dejado de tener sentido, y en donde las apariencias lo son todo. Por supuesto que este curioso método de suicidio colectivo los llevará de regreso a lo básico, limitando sus existencias a satisfacer solo sus necesidades fisiológicas. Mientras que algunos tendrán que lidiar con su hambre insaciable o sus deseos ocultos, otros como el personaje de Mastroianni, deberán tratar de aplacar su inagotable deseo sexual, ya sea con el trío de prostitutas que los protagonistas deciden invitar a su grotesco acto de suicidio, o con Andrea (Andréa Ferréol), una maestra de escuela que por casualidad da con estos hombres, y que eventualmente decide sumarse a la vorágine gastronómica y sexual en la que están inmersos.

El escenario en general es grotesco, y es algo de lo que no tardan en percatarse las mismas prostitutas. No pasa mucho tiempo antes de que las simples molestias estomacales se conviertan en flatulencias, y para que estas terminen mutando en actos decididamente escatológicos, lo que por supuesto no disuade a los personajes de frenar su “aventura” gastronómica. De la misma forma en que las prostitutas se sienten ofendidas e incluso asqueadas con el accionar de estos hombres, el espectador siente que está siendo testigo de un espectáculo decadente pero extrañamente atrayente. El sufrido camino hacia su propia autodestrucción, es conducido por la ya mencionada Andrea, una mujer que caerá en los mismos excesos del resto del grupo, y que en cierta medida podría considerarse como la mismísima encarnación de la muerte, la cual decide acompañar a estos hombres en su último acto de grandilocuencia. Andrea por momentos se convierte prácticamente en un personaje omnipresente, la cual además parece ser la única capaz de comprender los actos de este grupo que cree que la felicidad reside en la sublimación de las pulsiones fisiológicas.

Para poder obtener la independencia creativa que finalmente gozó el elenco, cada uno de los actores involucrados se identificó con su personaje al punto de convertirse en ellos, lo cual obviamente se refleja en la pantalla. El trabajo de todo el elenco es excepcional, y la química existente entre los actores es innegable. Resulta curioso como por momentos estos pasan a formar parte de la escenografía, del espectáculo, y dejan de ser vehículos utilizados por el director para transmitirle alguna emoción al espectador. Esto también contribuye al hecho de que este último tome cierta distancia de los personajes, y vea con incredulidad como se desarrolla este verdadero circo romano de la glotonería, donde los participantes compiten por ver quién es el primero en morir a causa de sus excesos. Por otro lado, nos encontramos con el correcto trabajo de fotografía de Mario Vulpiani, quien colabora en gran medida en la construcción de este escenario dantesco, cuyo único acompañamiento musical es una pequeña pieza compuesta por Philippe Sarde, la cual es utilizada en muy contadas ocasiones durante el transcurso de una cinta que presenta un ritmo narrativo algo pausado.

Si bien existen una serie de simbolismos inmersos en una historia que no tiene ni un principio ni un final definido, estos se han ido diluyendo en el tiempo, perdiendo importancia ante el impactante espectáculo visual. La aparición del personaje de Tognazzi personificando a Marlon Brando, o el escatológico fallecimiento del personaje de Piccoli, dejan en segundo plano cualquier tipo de mensaje que la dupla conformada por Ferreri y Azcona quisieron transmitir en su momento. Lo que en los setenta se presentó como una película rupturista y provocativa, hoy en día puede ser vista como algo más que una simple extravagancia cinematográfica, o incluso como un mero capricho de un director que buscaba llamar la atención. Si bien el mensaje de “Le grande bouffe” ha perdido fuerza, aún cuando seguimos inmersos en una sociedad gobernada por el consumo, la cinta se conserva como una experiencia única, que falla a la hora de despertar el intelectualismo del espectador, pero que triunfa estimulando las pasiones primarias del mismo. Aunque obviamente no será del gusto del grueso de los espectadores, “Le grande bouffe” se presenta como una experiencia al menos interesante que difícilmente podrá dejar indiferente a quién se aventure a verla.


por Fantomas.

miércoles, 8 de febrero de 2012

L`alpagueur aka El Cazador de Hombres: Un caza recompensas a la francesa.

“L`alpagueur” (1976), es un thriller del director Philippe Labro, el cual está protagonizado por Jean-Paul Belmondo, Bruno Cremer, y Patrick Fierry.

El Cazador de hombres (Jean-Paul Belmondo) es un mercenario solitario y marginal que firma un acuerdo con dos personas importantes para llevar a cabo una serie de misiones utilizando métodos particulares e ilegales, con el objeto de detener a algún peligroso traficante, criminal, etc. Gracias a estas acciones su cabeza tiene precio en muchos lugares, por lo que es perseguido tanto por las autoridades como por los maleantes que intenta eliminar.




A principios de los setenta, el denominado “cine polar” que englobaba a un grupo de cintas francesas fuertemente influenciadas por las producciones del film noir que se rodaron en el Hollywood de los cuarenta, comenzó a mutar al tomar ciertos elementos del cada vez más exitoso cine italiano, tanto en el aspecto narrativo, como en el técnico y el artístico. Fue entonces que cuando bajo el alero de directores como Henri Vernuil, Jacques Deray, y el director de la cinta que hoy nos ocupa, un grupo de actores franceses como Alain Delon y Jean-Paul Belmondo, entre otros, comenzaron a cimentar su fama como hombres de acción en una serie de thrillers criminales, donde por lo general interpretaban a personajes que actuaban fuera de los márgenes de la legalidad. Este es precisamente el caso de “L`alpagueur”, donde Belmondo interpreta a un solitario y misterioso caza recompensas conocido únicamente como “El Cazador” (lo que rápidamente nos trae a la memoria al personaje que Clint Eastwood interpretó en la “Trilogía del Dólar” de Sergio Leone), quien es utilizado de manera secreta por la policía para obtener las pruebas que les permitan capturar diversos criminales que se las han ingeniado para evadir la ley.

Es así como en un determinado momento del film, le es encomendada la tarea de capturar a un peligroso criminal conocido como “El gavilán” (Bruno Cremer), quien últimamente ha estado cometiendo una serie de robos con violencia, en los que utiliza a jóvenes con problemas como fugaces cómplices, a los cuales asesina una vez cometido el crimen. Sin embargo, en uno de estos atracos el cómplice de turno, un joven llamado Costa Valdez (Patrick Fierry), logra salir con vida, convirtiéndose en la única esperanza de la policía, y posteriormente del Cazador, para dar con el tan buscado criminal. Lamentablemente, no todo es tan sencillo como parece. No solo el Cazador tendrá que ganarse la confianza del joven, sino que además deberá ayudarlo a fugarse de la cárcel para dar con el posible paradero del Gavilán. Será la relación que se desarrolla entre el protagonista y Costa, lo que constituye el verdadero núcleo de la película. No pasa mucho tiempo antes de que se transformen en una suerte de maestro y alumno, cuyas semejanzas los terminan uniendo en un potente lazo de amistad. Ambos son hombres solitarios y amorales, los cuales no parecen tener familia ni amigos, por lo que por momentos da la impresión que la relación que establecen es la representación del único rasgo de humanidad que les va quedando.

Mientras que el personaje de Belmondo calza perfecto con el típico antihéroe presente en el spaghetti western, presentándose como un hombre motivado solo por el dinero, el cual está sumamente consciente de su efectividad, y que utiliza la ironía tan seguido como sus puños, aquel interpretado por Bruno Cremer se alza como su contraparte perfecta. El Gavilán es un tipo frío, despiadado y autosuficiente, que pareciera cometer crímenes por mero placer. Ambos son depredadores, aunque claramente pertenecen a distintas especies. Resulta curioso cómo tras la elección de jóvenes cómplices, se esconde una homosexualidad latente por parte del criminal. En todos los atracos, este busca establecer una relación de dominancia con sus cómplices, corrompiéndolos y convirtiéndolos en un mero instrumento para un fin. Sin embargo, todo esto queda en el ámbito de la mera especulación, ya que al igual que lo que sucede con la mayoría de los personajes del film, es poco lo que sabemos acerca de la vida del Gavilán, y durante el transcurso de la película tampoco son explicados sus motivos.

Básicamente, la cinta está divida en tres actos. En el primero son presentados los personajes principales, como estos llevan a cabo sus respectivas actividades, y como es encarcelado el joven Costa. Ya en el segundo acto, el Cazador debe infiltrarse en la prisión para ganar la confianza de Costa, sonsacarle la información que la policía no pudo obtener de él, y ayudarlo a escapar del establecimiento con la colaboración de un grupo clandestino que opera al interior de la prisión. Finalmente, en el tercer acto la improvisada dupla de compañeros no solo deben ingeniárselas para escapar de la policía y del grupo de criminales involucrados en la fuga de la cárcel, sino que además deben dar con el paradero del villano de turno, antes de que este cometa un nuevo crimen. Sin lugar a dudas, es durante el tercer tramo de la cinta donde se concentra la mayor parte de la acción y el suspenso de la misma, cuyo clímax es el esperado enfrentamiento entre el Cazador y el Gavilán, donde las palabras sobran y el único método de comunicación son los puños de los involucrados.

La película en gran medida se sostiene gracias al excelente trabajo de Belmondo. Este impide que su personaje se torne unidimensional, aún cuando sus líneas de diálogo son más bien escasas. El gran mérito del actor, es la capacidad que este tiene para imprimirle ciertos rasgos humorísticos al Cazador, dotándolo de una humanidad que lo aleja de convertirse en una mera encarnación de la virilidad masculina. Esto lo complementa con un buen uso del lenguaje no verbal, lo que termina convirtiéndolo en un personaje querible. Bruno Cremer también realiza un buen trabajo interpretando al temido y escalofriante Gavilán, logrando por momentos que este se convierta casi en un personaje omnipresente, pese a que solo aparece en contadas escenas. Por otro lado, es destacable el trabajo de fotografía de Jean Penzer, quien logra dotar al film de una atmósfera gris y pesimista, lo cual es bastante propio del “polar”. Lamentablemente, no se puede decir lo mismo de la banda sonora compuesta por Michel Colombier, la cual si bien tiene algunos pasajes interesantes, en general es bastante olvidable y es muy mal utilizada por el director.

Aunque en términos generales “L`alpagueur” es una cinta entretenida e interesante, que mezcla escenas de acción con otras más inclinadas a la comedia o al suspenso, hay dos cosas que resultan criticables. La primera es que al caer en un estilo narrativo más bien episódico, Philippe Labro desvía la atención del conflicto principal, lo que por momentos le resta importancia al punto de que parece solo otra “mini-aventura” de las tantas que emprende el protagonista. Lo otro que resulta molesto, es que quedan muchas preguntas sin resolver y existen algunos agujeros en el guión que desafían la credibilidad del mismo. Si bien tanto Labro como Belmondo trabajarían en cintas superiores a la que hoy nos ocupa, de todas formas “L`alpagueur” es un buen ejemplo de esta oleada de cintas producidas en Francia durante los setenta, que supieron mezclar con éxito elementos de diversos géneros, dando como resultado historias que se desarrollaban en un universo poblado únicamente por hombres que exudaban testosterona, los cuales aprovechaban cada oportunidad para establecer su dominancia ante sus pares. Y es que precisamente en ese ambiente que Jean-Paul Belmondo logró establecerse como uno de los tipos duros más recordados de la historia del cine europeo.

por Fantomas.

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